Oficialista

Fueron años intensos. Lucha y más lucha, combate sin cuartel. La democracia pretendidamente seleccionada como sistema ideal comenzó a mostrar los dientes de la imposición y la realidad se volvió mucho más cruel de lo esperado hasta para el peor pensante.
Los que antaño vitoreaban en contra de la misma siempre estuvieron equivocados, así como los que juraban defenderla como se defiende una idea. Intangible, incorpóraea, estúpida.
En estos tiempos el hambre se hizo aún más presente en aquellos que ya lo sufrían y una pesadilla tangible para aquellos que se creían lejos de tal vejación. Pero, lejos de la historia que dictaba la conducta de las masas, el pueblo unido salió a reclamar lo que le pertenecía. No mucho más que la vuelta de la dignidad, sólo eso.
La respuesta ante el reclamo fue la violencia por parte de aquellos en quienes se había depositado la fe salvadora. "La gallina de arriba siempre caga a la de abajo" fue la frase que dijo mi padre antes de morir enfermo por no poder pagar la medicación que en otros tiempos recibía de forma gratuita.
Cuando habíamos derrotado, no sin varias bajas y sufrimiento, al violento defensor del poder, y a punto de obtener la cabeza de los tiranos, una luz cegadora se hizo presente en el cielo y comenzó a descender hasta posarse frente a la turba iracunda. "Descansad, hijos míos, pues he vuelto", dijo, acentuando la calma de su voz con un gesto que permitía ver el estigma en su mano.
El Verbo se hizo carne, habitó entre nosotros y entró en el rosado palacio en el cual habitaba el poder. Aunque vestido sólo con harapos, hasta el guardián más cruel y el sofista mejor vestido se postraron ante su presencia. Nunca olvidaré el silencio que reinó durante horas ni el bullicio que siguió como respuesta a la vuelta de Nuestro Salvador. Lentamente la multitud fue creciendo. Sin importar raza, religión ni sexo, la sociedad se fundió en un abrazo perpetuo y ya no existieron las diferencias pues La Verdad estaba allí.
Las horas se disolvieron en el festejo que nos unía a todos bajo el sagrado manto de la victoria hasta que Nuestro Salvador Jesucristo volvió a aparecer frente a la multitud. Su tierna mirada llenó de esperanza los corazones de todos los allí presentes. El silencio volvió, esta vez de forma sepulcral. "Uff, que garrón ser pobre, ¿no?" dijo antes de elevarse de nuevo a los cielos, cegando a todos con su luz, sólo que esta vez emanaba del reloj de oro que el Señor ahora ostentaba en su muñeca.

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