Oficialista

Fueron años intensos. Lucha y más lucha, combate sin cuartel. La democracia pretendidamente seleccionada como sistema ideal comenzó a mostrar los dientes de la imposición y la realidad se volvió mucho más cruel de lo esperado hasta para el peor pensante.
Los que antaño vitoreaban en contra de la misma siempre estuvieron equivocados, así como los que juraban defenderla como se defiende una idea. Intangible, incorpóraea, estúpida.
En estos tiempos el hambre se hizo aún más presente en aquellos que ya lo sufrían y una pesadilla tangible para aquellos que se creían lejos de tal vejación. Pero, lejos de la historia que dictaba la conducta de las masas, el pueblo unido salió a reclamar lo que le pertenecía. No mucho más que la vuelta de la dignidad, sólo eso.
La respuesta ante el reclamo fue la violencia por parte de aquellos en quienes se había depositado la fe salvadora. "La gallina de arriba siempre caga a la de abajo" fue la frase que dijo mi padre antes de morir enfermo por no poder pagar la medicación que en otros tiempos recibía de forma gratuita.
Cuando habíamos derrotado, no sin varias bajas y sufrimiento, al violento defensor del poder, y a punto de obtener la cabeza de los tiranos, una luz cegadora se hizo presente en el cielo y comenzó a descender hasta posarse frente a la turba iracunda. "Descansad, hijos míos, pues he vuelto", dijo, acentuando la calma de su voz con un gesto que permitía ver el estigma en su mano.
El Verbo se hizo carne, habitó entre nosotros y entró en el rosado palacio en el cual habitaba el poder. Aunque vestido sólo con harapos, hasta el guardián más cruel y el sofista mejor vestido se postraron ante su presencia. Nunca olvidaré el silencio que reinó durante horas ni el bullicio que siguió como respuesta a la vuelta de Nuestro Salvador. Lentamente la multitud fue creciendo. Sin importar raza, religión ni sexo, la sociedad se fundió en un abrazo perpetuo y ya no existieron las diferencias pues La Verdad estaba allí.
Las horas se disolvieron en el festejo que nos unía a todos bajo el sagrado manto de la victoria hasta que Nuestro Salvador Jesucristo volvió a aparecer frente a la multitud. Su tierna mirada llenó de esperanza los corazones de todos los allí presentes. El silencio volvió, esta vez de forma sepulcral. "Uff, que garrón ser pobre, ¿no?" dijo antes de elevarse de nuevo a los cielos, cegando a todos con su luz, sólo que esta vez emanaba del reloj de oro que el Señor ahora ostentaba en su muñeca.

Encierro

La puerta es color verde inglés. Le echaron un 10% más de amarillo y, a ojo de buen cubero, treinta gotas de blanco por cada cuatro litros de pintura. Mide noventa centímetros de ancho por dos metros de alto, marco incluido. Posee ocho hojas plegables: siete hojas de trece centímetros y la última de la mitad de todas las demás. Cuando la puerta se abre, las hojas se pliegan en un paquete de quince centímetros y una décima que me mortifica. La primera puerta de tres, la más importante y la única que uso, se encuentra a doscientos ochenta y cinco centímetros de la puerta de mi departamento. En realidad, se encuentra  a doscientos noventa y nueve, pero como no llega a trescientos me gusta pensar doscientos ochenta y cinco. Doscientos ochenta y cinco está lejos de doscientos cincuenta. Aún así tiene un balance que me hace sentir bien. Doscientos ochenta y cinco es un buen número, es sólido. Doscientos noventa y nueve no me gusta. De todas formas sé que es doscientos noventa y nueve y no doscientos ochenta y cinco. Eso me mortifica día a día. Si camino hasta el medio exacto son treinta centímetros más, o sea, doscientos ochenta y cinco más treinta, lo que da trescientos quince. En realidad son doscientos noventa y nueve más treinta, igual, trescientos veintinueve. Hay dos puertas más pero los números no me gustan, por eso siempre espero el ascensor que se encuentra a trescientos quince de mi puerta. Es a trescientos veintinueve, en realidad. Que horror.
Pulso el botón de dos centímetros y seis milímetros de diámetro. Podrían haberlo hecho de dos centímetros y medio, que les costaba. Hay gente que se caga en los demás. Espero el ascensor treinta segundos, lo que tarda en viajar desde la planta baja hasta los veintidós metros y medio que lo separan del noveno piso en el cual vivo, siempre y cuando no venga con un pasajero. Si el ocupante pesa entre setenta y cinco y cien kilos, la demora es de dos a cuatro segundos sobre el tiempo estimado y esa demora me hace sudar frío. Dejo pasar siete ascensores hasta que me toca uno que tardó treinta segundos exactos. Hoy fue un buen día, demoré poco en bajar
Dentro del ascensor se encuentra Tomás, el encargado del edificio. Mide dieciséis centímetros más que yo. Me señala la bolsa que sostiene, en la que lleva un envase de cerveza. Le recomiendo la medida ideal para el bebedor: una botella de litro más una lata de cuatrocientos setenta y tres centímetros cúbicos. Como no entiende de números le digo que es una birra y media: "te tomás la botella, y como sabés que te quedan un poco de ganas, después va la lata, porque no tenés ganas de tomar otra cerveza entera". Abre los ojos y sonríe y deja entrever un barato arreglo dental. Puedo ver un alambre de entre cero coma cinco y cero coma seis centímetros de largo, agarrado a su primer molar. Está borracho y, luego de la risa, irrumpe en llanto. En un total de diecisiete lágrimas me cuenta que... Uy, dejé las llaves adentro, puta madre. Ahora voy a tener que ir a buscar una copia a tu casa. Hace mucho que no nos vemos y eso me arruina las cuentas.