¡Pardiez!


El brillante matemático Carlos Hiriarte despertó en la costa de una isla. Su cuerpo entumecido tardó varios minutos en reaccionar y permitirle despegar su rostro de la arena. Los recuerdos volvían como destellos a su mente. El avión y la turbulencia seguidos por la desesperación y el miedo, un golpe seco, un recuerdo feliz junto a su familia y luego todo negro.
El pragmatismo producto de su gran coeficiente intelectual le permitió evitar emociones sin sentido y comenzar a buscar una solución a los problemas que se le presentaban. Inspeccionó entre los restos del accidente que llegaron a la costa junto con él, separó los elementos necesarios para asegurar su supervivencia y, ya construido su refugio, se aventuró a realizar un relevamiento del terreno de la isla, de su flora y de su fauna. Pasados los días, memorizó cada relieve y constató que era el único ser humano que la habitaba. Grande fue su sorpresa cuando, luego de lo que contó como dos meses de soledad, el brillante matemático Carlos Hiriarte descubrió que en realidad no se encontraba solo. Agitando los brazos y a los gritos apareció otro sobreviviente del accidente. Hugo Sanchez, maletero, había quedado enganchado en una de las redes contenedoras de la bodega y el avión despegó con él dentro como polizonte involuntario. Hugo -Huguito para los amigos, dijo- era un imbécil, por lo que el brillante matemático Carlos Hiriarte -Carlos Hiriarte para todo el mundo, incluída su esposa- demoró poco en sentir rechazo por su acompañante. Mediante la información que Hugo le proporcionó, el matemático Carlos Hiriarte supo que esta vez iba en serio, que con ellos dos acababa la cuenta de sobrevivientes. Se los comieron los tiburones, yo zafé porque cuando llegaron a mí ya se habían llenado con las azafatas los bichos esos, le dijo y soltó una estridente carcajada.
Con el correr del tiempo, el matemático fue armando una embarcación que le permitiría aventurarse en el océano en búsqueda de la salvación. Mientras tanto, Hugo, inútil por naturaleza y elección, miraba cómo Carlos diseñaba laboriosamente su plan de escape. Lo único que aportó fueron una serie de humoradas de mal gusto con las cuales reía él solo. Tal vez su risa era lo peor de su comedia, pensaba Carlos.
Los meses pasaron y el brillante matemático Carlos Hiriarte decidió que era hora de partir, ya que no toleraba seguir cohabitando el lugar con Hugo y su risa idiota. Aun así, lo invitó a subir, ya que se consideraba un caballero de grandes valores morales y, por qué no, también por la fantasía de ser rescatado y contar a todo el mundo cómo había sido artífice y ejecutor del plan que había salvado su vida y la de su acompañante. Su realismo trastabillaba bajo la ensoñación de ser considerado un héroe, escribir un libro sobre los sucesos, ser recibido por el Presidente de la Nación, tener una calle con su nombre y otras grandezas para las cuales la supervivencia del imbécil eran de vital importancia.
Luego de varios días de haber navegado guiándose por las estrellas, ahora con el agua al cuello, el brillante matemático Carlos Hiriarte maldijo el único error de cálculo que cometió en su matemáticamente equilibrada vida: la idiotez ajena. Es que Hugo, buscando un nuevo paso de comedia en medio del aburrimiento, había comenzado a personalizar a un hincha de fútbol, cantando y saltando en la embarcación. Con los saltos hizo ceder la precaria base y el agua comenzó a entrar. Con el agua al cuello, el brillante matemático Carlos Hiriarte escuchó por última vez la risa idiota de Hugo Sanchez antes de ser devorado por un tiburón. Hugo fue rescatado momentos después por un barco comercial que atravesaba la zona. Yo zafé porque el bicho se llenó con el otro tipo, le contó a la tripulación del barco que escuchaba cada palabra con asombro y reía con cada uno de sus chistes.
Gracias al dinero y la fama que ganó por el libro y la película que narraban su historia, Hugo Sanchez se presentó como candidato a presidente, cargo que obtuvo en una elección arrolladora. Ahora su comedia se transmite por cadena nacional y su risa imbécil llega a cada rincón del país, replicada por sus seguidores que también ríen mientras se los comen los tiburones.


Oficialista

Fueron años intensos. Lucha y más lucha, combate sin cuartel. La democracia pretendidamente seleccionada como sistema ideal comenzó a mostrar los dientes de la imposición y la realidad se volvió mucho más cruel de lo esperado hasta para el peor pensante.
Los que antaño vitoreaban en contra de la misma siempre estuvieron equivocados, así como los que juraban defenderla como se defiende una idea. Intangible, incorpóraea, estúpida.
En estos tiempos el hambre se hizo aún más presente en aquellos que ya lo sufrían y una pesadilla tangible para aquellos que se creían lejos de tal vejación. Pero, lejos de la historia que dictaba la conducta de las masas, el pueblo unido salió a reclamar lo que le pertenecía. No mucho más que la vuelta de la dignidad, sólo eso.
La respuesta ante el reclamo fue la violencia por parte de aquellos en quienes se había depositado la fe salvadora. "La gallina de arriba siempre caga a la de abajo" fue la frase que dijo mi padre antes de morir enfermo por no poder pagar la medicación que en otros tiempos recibía de forma gratuita.
Cuando habíamos derrotado, no sin varias bajas y sufrimiento, al violento defensor del poder, y a punto de obtener la cabeza de los tiranos, una luz cegadora se hizo presente en el cielo y comenzó a descender hasta posarse frente a la turba iracunda. "Descansad, hijos míos, pues he vuelto", dijo, acentuando la calma de su voz con un gesto que permitía ver el estigma en su mano.
El Verbo se hizo carne, habitó entre nosotros y entró en el rosado palacio en el cual habitaba el poder. Aunque vestido sólo con harapos, hasta el guardián más cruel y el sofista mejor vestido se postraron ante su presencia. Nunca olvidaré el silencio que reinó durante horas ni el bullicio que siguió como respuesta a la vuelta de Nuestro Salvador. Lentamente la multitud fue creciendo. Sin importar raza, religión ni sexo, la sociedad se fundió en un abrazo perpetuo y ya no existieron las diferencias pues La Verdad estaba allí.
Las horas se disolvieron en el festejo que nos unía a todos bajo el sagrado manto de la victoria hasta que Nuestro Salvador Jesucristo volvió a aparecer frente a la multitud. Su tierna mirada llenó de esperanza los corazones de todos los allí presentes. El silencio volvió, esta vez de forma sepulcral. "Uff, que garrón ser pobre, ¿no?" dijo antes de elevarse de nuevo a los cielos, cegando a todos con su luz, sólo que esta vez emanaba del reloj de oro que el Señor ahora ostentaba en su muñeca.

Encierro

La puerta es color verde inglés. Le echaron un 10% más de amarillo y, a ojo de buen cubero, treinta gotas de blanco por cada cuatro litros de pintura. Mide noventa centímetros de ancho por dos metros de alto, marco incluido. Posee ocho hojas plegables: siete hojas de trece centímetros y la última de la mitad de todas las demás. Cuando la puerta se abre, las hojas se pliegan en un paquete de quince centímetros y una décima que me mortifica. La primera puerta de tres, la más importante y la única que uso, se encuentra a doscientos ochenta y cinco centímetros de la puerta de mi departamento. En realidad, se encuentra  a doscientos noventa y nueve, pero como no llega a trescientos me gusta pensar doscientos ochenta y cinco. Doscientos ochenta y cinco está lejos de doscientos cincuenta. Aún así tiene un balance que me hace sentir bien. Doscientos ochenta y cinco es un buen número, es sólido. Doscientos noventa y nueve no me gusta. De todas formas sé que es doscientos noventa y nueve y no doscientos ochenta y cinco. Eso me mortifica día a día. Si camino hasta el medio exacto son treinta centímetros más, o sea, doscientos ochenta y cinco más treinta, lo que da trescientos quince. En realidad son doscientos noventa y nueve más treinta, igual, trescientos veintinueve. Hay dos puertas más pero los números no me gustan, por eso siempre espero el ascensor que se encuentra a trescientos quince de mi puerta. Es a trescientos veintinueve, en realidad. Que horror.
Pulso el botón de dos centímetros y seis milímetros de diámetro. Podrían haberlo hecho de dos centímetros y medio, que les costaba. Hay gente que se caga en los demás. Espero el ascensor treinta segundos, lo que tarda en viajar desde la planta baja hasta los veintidós metros y medio que lo separan del noveno piso en el cual vivo, siempre y cuando no venga con un pasajero. Si el ocupante pesa entre setenta y cinco y cien kilos, la demora es de dos a cuatro segundos sobre el tiempo estimado y esa demora me hace sudar frío. Dejo pasar siete ascensores hasta que me toca uno que tardó treinta segundos exactos. Hoy fue un buen día, demoré poco en bajar
Dentro del ascensor se encuentra Tomás, el encargado del edificio. Mide dieciséis centímetros más que yo. Me señala la bolsa que sostiene, en la que lleva un envase de cerveza. Le recomiendo la medida ideal para el bebedor: una botella de litro más una lata de cuatrocientos setenta y tres centímetros cúbicos. Como no entiende de números le digo que es una birra y media: "te tomás la botella, y como sabés que te quedan un poco de ganas, después va la lata, porque no tenés ganas de tomar otra cerveza entera". Abre los ojos y sonríe y deja entrever un barato arreglo dental. Puedo ver un alambre de entre cero coma cinco y cero coma seis centímetros de largo, agarrado a su primer molar. Está borracho y, luego de la risa, irrumpe en llanto. En un total de diecisiete lágrimas me cuenta que... Uy, dejé las llaves adentro, puta madre. Ahora voy a tener que ir a buscar una copia a tu casa. Hace mucho que no nos vemos y eso me arruina las cuentas.

Divino

Como todas las mañanas, puso a calentar agua en la pava, de pie, apoyando la cintura sobre la mesada mientras prepara cuidadosamente el mate. Echa la yerba con el mate inclinado dejando espacio para meter la bombilla y un poco de miel para cortar el amargor del primer sorbo. Corre las desvaídas cortinas de la pequeña ventana que da a la calle. Es temprano. El cielo está claro pero el sol no se ha mostrado todavía. A lo lejos le parece ver una mancha negra en el cielo. Sabe que los años le están jugando una mala pasada a su vista. Entrecierra los ojos pero es un hecho: de lejos no ve nada.
Varios de sus vecinos se encuentran fuera de sus casas. Hay mucho movimiento, van y vienen levantando pequeñas nubes por la calle de tierra. Vaya uno a saber qué es lo que anda pasando, siempre hay algo nuevo, piensa. Escucha ruido de agua agitándose y saca la vista de la ventana para correr la pava del fuego. Casi se le hierve, el mate no se toma con agua hervida. De todas formas, no tiene tiempo para repetir el proceso, debe salir a trabajar, así que con un pequeño chorro de agua fría lo soluciona. Abre un paquete de bizcochos de grasa y saca tres. Le deja el resto a La Gorda, su esposa, que se va a levantar mucho más tarde y si no tiene sus bizcochos arma un escándalo. La quiere mucho a La Gorda, su amor de la adolescencia, el bonbón que sus amigos le decían que jamás le iba a dar bola. Ya no es ese bonbón que hacía que todos giraran para verla cuando pasaba caminando, pero es su bonbón. De hecho, no le dice La Gorda, no a ella, por lo menos, porque le tiraría algo por la cabeza. Por momentos se culpa a sí mismo por no haberle dado una vida mejor.
Termina de desayunar y va a la heladera a buscar algo para llevarse para la hora del almuerzo. Siempre viene bien un "sanguchito de milanga" para recargar energía. Parece que La Gorda se las comió anoche. También se tomó las cinco cervezas que guardaba para su cumpleaños la semana siguiente. Se tiene que acordar de comprar más cuando salga de la obra.
Le da un beso en la frente a su mujer dormida. El beso causa un cambio de ritmo en sus ronquidos y eso le causa gracia. Afuera está fresco pero a la tarde seguro se va a poner pesado. La macha negra sigue en el cielo. La brisa fresca le mueve el pelo. Cierra los ojos, el viento lo lleva, el ajetreo de la vida cotidiana desaparece y se siente volar.

No hay una estructura pero se encuentra de pie, de eso está seguro. Quien comienza a hablarle se manifiesta frente a él. Sus ojos no comprenden la forma que se le presenta, sólo cobra sentido dentro de su mente. El sonido que él considera una voz lo rodea. Se siente desarmado, sus sentidos funcionan sin relación unos con otros, su mente parece haberse reconfigurado y todo lo que es real ya no lo es y lo sigue siendo al mismo tiempo. Aún así, está tranquilo. ¿Qué es esto?
"Varios eones han pasado, varios más seguro por venir. Somos tan antiguos como ustedes y los dos como el Universo. Somos lo que ustedes torpemente llaman 'Dios', pero los dos somos hermanos, hijos de la misma creación. Nuestra existencia carga con el castigo de su existencia. Inmateriales, conciencia única frente a la individualidad material que vive en y del olvido. La humanidad existe como antonimia de nuestra existencia y nosotros en la eterna misión de erradicarla. Han existido en tantos mundos y planos dimensionales como nosotros. Han muerto, asesinado y devastado. Cada vez que nos sentimos cerca de erradicar el error cósmico que representan, aparecen nuevamente a uno y otro lado del todo. Ni siquiera una entidad como la nuestra a podido acabar con algo tan mísero como ustedes. La existencia se define a través del caos y el caos a través del humor. La divina comedia encuentra su remate en complementarnos en vez de separarnos. Lo que ustedes llaman 'amor' es algo nuestro. Eso los separa de la destrucción total. En cambio, nuestra existencia de otro modo perfecta se ve manchada por el 'odio'. Nuestra inteligencia a permitido que lo canalicemos a través de la persecución y posterior erradicación de su especie. Sin embargo, el peso que cargamos nunca nos abandona ni lo hará. Pero por respeto a eso tan nuestro que vive en ustedes, antes de eliminarlos elegimos a una pareja que lo represente. De pasar la prueba, su existencia sería perdonada. Debo advertirte que eso nunca ha pasado".
En el vacío en el cual se encontraba se materializa nuevamente. Olor a tierra mojada, un escozor detrás de la nunca, piel de gallina, recorre con la lengua la parte trasera de sus dientes. Delante de él se encuentra La Gorda, que ya no se ve tan rellena. Todo lo contrario. Tiene los pómulos marcados, ojeras, la ropa que antes le ajustaba hoy cuelga de ella como si estuviese en una percha. Mira alrededor, sí, es su barrio pero todo es levemente distinto. ¿Y los demás? ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Qué pasó? No importa, La Gorda está ahí, gracias. Estalla en llanto. "Hola, mi amor", dice entre lágrimas pero con una sonrisa, abriendo los brazos para abrazarla, mientras ella avanza hacia él relamiéndose.