La felicidad es marrón

Debo ir a conocer a la hija recién nacida de un amigo. También debo comprar un regalo, actividad que a los que no tenemos hijos, no nos tratamos con gente con hijos y, de hecho, odiamos cualquier cosa que tenga que ver con bebés, nos resulta una tarea horrible; desconcertante, costosa, horrible e innecesaria. Pero aprovecho a ir hoy porque van algunos de los pibes y algunas de las amigas de la madre. Eso quiere decir que va a estar Camila. No puedo mentir, sólo voy por Camila. Soy capaz de ir a golpear a las puertas del infierno si me dicen que Camila está ahí.

Llego a la casa de mi amigo. Abre la puerta su madre, Susana. Eso ya no es una buena señal. Siempre me consideró ese amigo mala influencia para el siempre drogadicto y alcohólico problemático de su hijo. Nunca me quiso, no me quiere, ni me querrá. Lo bueno es que puedo anticipar de qué lado van a venir las preguntas de mierda del estilo “¿y vos para cuándo?”. Susana me mira las manos para ver qué traigo de regalo. Abre los ojos de par en par cuando encuentra que sostengo una botella de whisky. “Es una mamadera… para los padres… jáh… permisooo”, le digo y me mando para adentro antes que pueda reaccionar. Detrás de ella me recibe mi amigo con un abrazo y se ríe del chiste que antes le había hecho a su madre. Me dice que menos mal que fui porque estaba solo entre todas las amigas de su mujer, excepto Camila, que está de viaje con su nuevo novio. Tampoco van a venir los chicos. Bueno, entonces la paciencia será la clave de la tarde.

Me ceden un lugar para sentarme en medio de la reunión. Trato de meterme en la conversación pero me resulta imposible. Ninguna de las participantes de la conversación tiene hijos, pero hablan en dialecto materno con una habilidad de la cual carezco. Comentan sobre pañales, dentición, calostro, puerperio, el milagro de la vida, parecidos de la criatura, su ascendente astrológico y no sé cuántas cosas más. Mi amigo, que previó mi desconcierto, deposita delante de mí un vaso mitad whisky mitad hielo, me guiña un ojo y se retira para asistir a su mujer y su hija, las estrellas de la tarde, que demoran su aparición en escena. 

Con la ausencia de mi amigo, el grupo ataca. Que su amiga está hinchada, que no llevó bien el embarazo, que no sé cuántos kilos aumentó, que la beba es feíta. Sí, feíta, que hijas de puta, el desprecio con el que lo dicen. Cuando parecen aplacarse un poco, la madre de mi amigo se asoma desde la cocina para acotar que su nuera es holgazana y tiene la casa medio descuidada. Atiza la pira de la crítica y vuelve a su cueva. El whisky está masajeándome y ya me siento bastante suelto como para irme de boca. Quiero preguntarle a estos espantajos cuántos hijos tienen cada una porque tienen el cuerpo bastante chocado como para andar criticando.

Salva la situación la aparición de la madre con su hija en brazos. Las harpías se ponen como locas de falsa alegría. La saludo con un beso, la felicito, toco un poco a la bebé con el dedo índice y vuelvo a mi puesto. Mi amigo me sirve otro whisky y se sienta al lado mío sin hablar. Su mujer tampoco habla. Las que cumplen con la tarea de combatir el silencio son las hijas de puta y Susana, la hija de puta reina. En un momento le sacan el bebé de los brazos a la madre y se lo pasan entre ellas como un trofeo obtenido en un saqueo vikingo. Siguen con que la nena se parece a uno o al otro, al tío, al primo y a la abuela. Para mí, parece una pasa de uva con ropa. 
Hacen la ronda con la criatura, dándole palmaditas en la cola y meciéndola, una tras otra, hasta que llega mi inevitable turno. Al segundo de recibirla comienza a llorar, justo a mí, la puta madre, que no tengo idea de qué hay que hacer en estos casos. Trato de imitar los movimientos previos, pero se me nota la aspereza de la inexperiencia. Levanto la vista en búsqueda de salvación por parte de cualquiera de sus padres. Ambos tienen la mirada perdida en un punto indefinido del espacio. La madre aprovecha no tener encima por cinco minutos a su hija, respira, descansa todo lo que puede. Reposa su cuerpo maltratado por meses de embarazo. No quiere a nadie ahí, quiere dormir y se le nota. Ni siquiera le importa que su hija recién nacida se encuentre en brazos del amigo de su esposo que está a medio camino de la ebriedad.

Finalmente, deja de llorar.  La tranquilidad dura unos segundos hasta que me doy cuenta que está en silencio porque está haciendo fuerza para cagar; luego vuelve a llorar. La caca líquida que generó su recién estrenado sistema digestivo rebalsa el pequeño pañal y recibo, por primera vez en mi vida y no por gusto ni pedido, una cuantiosa lluvia marrón. Levanto a la nena y la alejo tratando de tomar la mayor distancia posible. El movimiento pendular hace que riegue con materia fecal infantil mi ropa y la comida que está sobre la mesa. “¡La cabeza, cuidado con la cabeza, animal!” me grita el alborotado colectivo matriarcal, mientras una toma la posta para quitármela y pasársela a la madre.

El paisaje de sándwiches de miga y snacks varios salpicados de marrón, matizado con un penetrante olor, se cruzan en el camino del whisky de media tarde y como resultado emerge de mí un chorro de vómito que termina por ensuciar lo poco que antes se había salvado. Me limpio la boca con la manga de la camisa y agarro algunas servilletas de papel para quitar la caca y el vómito del resto de mi ropa. Me retiro en silencio, sin despedirme, esperando no volver a ver a la hija de mi amigo hasta su cumpleaños de quince y que todo esto sea una anécdota graciosa del pasado.

El lunes me compro un perro. Lo llamaré Vasectomía.

Las comas en Schopenhauer

No sabe que cuento con una ventaja: no me importa. ¿Quiero ponerla? Claro que sí. ¿En este mismo momento, si es posible? Pues, claro, nada más lindo. ¿Me importa si no la pongo? Para nada. La puedo poner mañana, pasado mañana o el mes que viene. No me importa. Soy un camello en el desierto sexual y me encanta.
Luce descolocada, no sabe cómo manejar la situación. Intenta meter distancia para recuperar su posición inicial. No hay chances, muñeca. Me comí todas las piezas y la Reina ha quedado sola en el tablero.
Me regodeo en mi victoria. Si me planto acá, la pongo. Pero no, debo llevar esta victoria hasta la cima, aún en mi perjuicio. Pero, ¿cuál es el punto en el que gano o en el que me jodo? La delgada línea nunca antes tan delgada.
Bostezo largo. Me estiro. Me estiro demasiado, largo a largo. Bueno, es hora de retirarse. Ella no entiende cómo alguien como yo se va, dejando a alguien como ella de garpe. El ego desmedido que genera la belleza se come a sí mismo hasta que no queda nada. Beso en la mejilla mediante, nos despedimos. No hay promesas de volvernos a ver.

Llego a mi casa y voy derecho a la computadora a buscar porno. Me hago una. Quedo tirado, adormilado, con la pija en la mano, la acabada en la panza y el cerebro despejado. Ahora veo con claridad el campo de batalla y todos los cadáveres son de mi bando. Me doy cuenta que la victoria moral no sirve para nada. Mejor arrastrar la dignidad de vez en vez porque la moral y el respeto por uno mismo sólo generan anécdotas aburridas.