Perspectivas de la realidad

Agradezco pocas cosas de la vida. No agradezco la vida en sí misma, sino que agradezco las pequeñeces que la cargan de significado. Agradezco una rica comida, reírme hasta que duela, un pucho que me saca de situaciones incómodas. Agradezco un abrazo de mis viejos, un día de lluvia en el que me puedo quedar en la cama hasta tarde, un trago en el momento justo. Pero lo que nunca dejaré de agradecer es haberme cruzado con Alejo.
Alejo es uno de mis grandes amigos. Siempre fue sujeto de mi admiración. Pesimista por experiencia, Alejo posee una perspectiva de extrema acidez en cuanto a la propia existencia refiere. He leído cientos de libros, visto cientos de películas, horas de música en mis oídos, pero no he encontrado ningún discurso parecido al que Alejo sostiene.
Para él, la vida es una mierda. Para mí también, pero eso no es lo que nos hermana sino lo que más nos diferencia. Él entiende que la vida es una mierda y sigue adelante, nada puede hacerse más que luchar desde el pequeño lugar que a cada uno le toca. Cada paso que da lo da con seguridad, sin pensarlo, y puede volver para atrás sin resignación, total, ya está resuelto que la vida es una mierda y todo es difícil y mil etcéteras del pesimismo. Y yo, en la vereda opuesta excepto en la premisa fundamental de la futilidad insufrible del día a día. Por eso lo admiro. Admiro que pueda ver las cosas de la forma en la que lo hace sin deprimirse ni rendirse y que, por el contrario, viva con una energía envidiable.
Lo que verdaderamente nos une es la capacidad que tenemos el uno sobre el otro de modificar, de forma pasiva y diferida, nuestra perspectiva de la realidad.
Los dos tenemos treinta y dos años, siendo él un mes mayor. Alejo está en pareja y tiene un hijo de un año y medio. A mí me dejó mi novia hace un mes.
Mi novia (ahora ex) me dejó por teléfono. Tres años de relación y ni siquiera el tupé de mandarme de frente a cagar. Hace un mes de esto. Hace un mes que no puedo pasar una hora completa en mi casa en estado consciente. El lugar se volvió una trampa de recuerdos. Abro un libro y me encuentro las páginas marcadas en los poemas que ella quería que yo leyera. Abro un cajón y allí hay un par de medias, o una bombacha, o una remera que dejó. Mirando tele me cruzo con alguna película que hemos discutido tantas horas. La música es mi enemiga, todo me recuerda a ella. Básicamente, cada cosa que hago es emocionalmente peligrosa.
La vida ya no me une a Alejo más que en sentimiento. Lo veo contadas veces y las visitas se espaciaron aún más desde que fue padre. Pero ahora, en este estado, es imperativo verlo.
No hizo falta más que un mensaje de texto que decía que necesitaba verlo para que él entienda todo. Un par de horas después estaba parado frente a su puerta. Cuando me abrió me dio uno de sus abrazos característicos, con fuerza y un par de palmadas en la espalda pero soltando demasiado pronto y dejándote con ganas de más. Cercano y distante al mismo tiempo, como lo quiero.
Estaba solo. Su mujer había salido y él estaba a cargo de su hijo. No podíamos hacer mucho, por lo que nos limitamos a matear y charlar. Hablamos de lo que hizo cada uno desde la última vez que nos vimos, recordamos anécdotas, nos burlamos de las noticias que la televisión nos ofrecía y, cuando fue propicio, le conté mi traspié sentimental. Como siempre, me escuchó y no opinó ni me aconsejó. Dejó que me descargara y seguimos con otro tema.
Sin poder evitarlo, nos dirigimos al tema que siempre resumía todo lo que hablábamos: la vida es una mierda. Ésta es la parte de la charla dónde no abro la boca, sólo me limito a escuchar a Alejo y deleitarme con sus soliloquios pesimistas.

—¿Sabés lo que me preocupa? Él —dijo señalando a su hijo—. Pero no el sentido en que cualquier persona entiende que un padre debe preocuparse por su hijo. Esto es algo egoísta —siguió diciendo—. Hace dos años que no duermo más que algunas horas separadas a lo largo del día. De ponerla, ni hablar. Tampoco me preocupa haber traído al mundo una pequeña bestia que lo único que sabe hacer es atentar contra su seguridad y contraer enfermedades. Nada de eso.

Se acomodó en la silla, se cebó un mate, lo bebió en un sorbo lento y prosiguió:

—Esperaba un cambio de perspectiva. Apostaba a que ésto fuese el volantazo definitivo. Cambiar el rumbo de las cosas, por lo menos la forma en la que las veo. Pero no. No pasó nada de eso.

En la tele hablaban del cuerpo muerto de un niño sirio que fue encontrado en una playa. Alejo levantó la vista y dijo:

—Playas con niños muertos. Ése es un lugar donde quiero pasar mis vacaciones.

Pero no pude siquiera concentrarme en su siempre eficaz humor negro. Había quedado congelado en lo dicho anteriormente. Aunque seguimos hablando y nos despedimos casi dos horas después, no podía despegarme de lo que había escuchado.
Llegué a mi casa y fui derecho a la ducha. Tardé mucho en salir. No podía parar de pensar en lo que Alejo había dicho. No era lo que había dicho en sí sino que había despertado en mí un sentimiento que no podía resolver.
Cuando salí de la ducha y fui al cajón a buscar un par de medias limpias, me topé con un bollito de las medias de mi ex. Las guardaba como un tesoro. Sin pensar, tomé el bollito y lo arrojé por la ventana abierta. Al minuto de haberlo hecho me llega un mensaje de texto de Alejo. El mensaje sólo dice "Capo".
Alejo, magnífico hijo de puta. Lo hiciste de nuevo.


El fumigador

Es un mediodía de miércoles como cualquier otro en la Capital Federal. La mitad exacta de la semana. Un día con menos sentimientos que un mediático. La gente anda apurada y se choca entre sí, siempre mirando sus celulares mientras caminan, cruzan las calles, comen. Hacia arriba los edificios bloquean la tan necesaria luz de sol que ayuda a combatir el frío invernal. Publicidades, hasta donde da la vista, dicen que no ser rico es una mierda. Ser pobre ni se considera. No ser rico ya es suficiente castigo. Con razón andan todos apurados.
Juan, no. No quiere ser parte de este circo. No por rebeldía sino por necesidad eligió un trabajo que le dé algo de metálico para sobrevivir y, a la vez, mantener al mínimo el contacto con otros seres humanos.
Juan es fumigador. Fumiga cocinas de restaurantes. Prefiere eso antes que estar encerrado en un cubículo de oficina, con un taladro de estrés pegado al oído, consumiendo píldoras que eviten hacerlo llegar al punto de reventarle una silla en la espalda a alguien.
El trabajo es fácil. El tóxico sobre la espalda para el exterminio de las alimañas, entrar por la puerta de atrás sin saludar a nadie, a lo sumo algún gesto de cabeza que indique su presencia en el lugar, rociar el tóxico, salir y fumarse un pucho ("puchazo", como le dice él) antes de pasar a la siguiente cocina.
Sus favoritas son las cocinas de los elegantes restaurantes de Puerto Madero. Allí, las cucarachas, ratas y demás pestes se encuetran en mayor cantidad. Le gusta ver que esas cocinas se diferencian en muy poco a las de cualquier comedero de cuarta, sólo que allí la gente paga sumas exhorbitantes por un plato de comida putrefacta e infla su ego con el hecho de demostrar que puede comer ahí. A Juan lo divierte la ironía del asunto.
Pero en este miércoles común, algo fuera de lo común le sucedió. Mientras rociaba el tóxico por la cocina se encontró con una enorme rata negra. La reacción normal hubiese sido apuntar su manguera hacia ella y bañarla en veneno, pero no. Hubo un contacto, una mirada. Los dos se quedaron fijos mirándose mutuamente a los ojos. En un movimiento, la rata se incorporó sobre sus pequeñas patas traseras e hizo algo que dejó helado a Juan.

Hola —dijo la gran rata negra.

Ey —pudo responder con torpeza Juan.

Juan miró alrededor a ver si alguién más estaba presenciando la escena. La cocina estaba desierta.

No te preocupes, no hay nadie. Hay poco moviemiento y los cocineros aprovechan esto para irse a fumar faso al cuartito de atrás —dijo la rata, en un tono de voz parecido al del fumigador.

Estoy delirando —dijo Juan mientras miraba para todos lados esperando encontrar no sabía qué cosa.

No, esto está pasando —le respondió la rata—. Quedate tranquilo que sos la primer persona con la que hablo. Te elegí a vos, no me preguntes por qué. Tal vez porque desde hace tiempo te vengo observando y veo algo extraño en tu mirada, algo distinto.

Me jodí la cabeza con estos químicos de mierda. O me volví loco. Eso, al fin sucedió. Sabía que esta mierda me iba a llegar en algún momento —dijo Juan, hablándose a sí mismo.

Puede ser un poco de esto y un poco de aquello, pero esto, esto está pasando, sin lugar a dudas. Tranquilizate.

Juan se sacó la mochila con los químicos, la dejó en el piso y se apoyó sobre el horno pizzero del lugar.

Como te decía, te vengo observando desde hace tiempo. Elegí hablar con vos porque considero que sos uno de los nuestros —dijo la rata, calmadamente.

¿Estás diciendo que soy una rata? —respondió el fumigador.

Lo estás diciendo de modo peyorativo. Me siento un poco ofendido pero no hay drama, te entiendo. Sos parte de la especie que se auto considera la más evolucionada del planeta, por lo que todas las demás son inferiores en comparación —continuó diciendo la rata negra sin perder su aire de tranquilidad—. Lo que quiero decir es que sos uno de los nuestros por tu forma de relacionarte con los demás. Buscás ir por debajo, ser invisible, asomar la cabeza a este asqueroso mundo lo mínimo e indispensable como para sobrevivir. No quiero extenderme mucho ni entrar en cuestiones filosóficas, no es el momento ni el lugar. Pero quiero que te quede en claro que te admiro, que lo tuyo es evolución.

¿Evolución? Decile eso a mi autoestima —respondió Juan.

Si, evolución. Pensalo. Nosotros sobrevivimos desde hace miles de años. Hasta nos hemos dado el lujo de eliminar la mitad de su especie en un momento de la historia —dijo la rata con orgullo—. En cambio, ustedes, perdieron el rumbo y comenzaron a creer que la comodidad y la auto indulgencia eran el camino a seguir. Pasan sus días haciendo alarde de sus logros, estirando el cuello lo más alto que pueden. Pero si estirás mucho el cuello te arriesgás a que alguien lo detecte y te corte la cabeza, y eso no me suena ni a muy inteligente ni a muy evolucionado.

Suena una puerta del fondo, la puerta del cuartito de atrás. Ambos miran en la misma dirección.

Ahí vienen los demás, me tengo que ir. Seguí así. Ni bien tengas oportunidad, intentá propagar el mensaje —dijo la rata antes de escabullirse por un pequeño hueco en la pared.

­—¿Y? ¿Qué onda? — le dice a Juan uno de los cocineros que acaba de entrar.

Todo listo, capo— respondió, como si nada extraño hubiese sucedido.

­—Joya— le dijo el cocinero, guiñándole uno de sus enrojecidos ojos, mientras de disponía a preparar un plato que luego se cobraría en dólares.

Juan agarró sus cosas y salió por la puerta de atrás, como siempre. Caminó hasta Plaza de Mayo y se sentó bajo el monumento a Belgrano, del lado de la sombra.
Se quedó allí, mirando a la gente atropellarse unos contra otros como imbéciles, siempre con sus celulares en sus manos.
Es el momento.
Puchazo.



Dedicado a JUAN. Escritor, bebedor, fumador, amigo.