Esta fiesta huele a rancio

Llegué en el horario justo del comienzo del evento. Es una reunión de lectura, algo que se puede hacer si no tenés nada que hacer. Me gustan este tipo de reuniones por la posibilidad que se me brinda de leer algo que escribí para, de esta forma, evaluar cómo funciona, cómo lo reciben otros, cómo se suceden las palabras y, en resumen, qué debo corregir. De no ser por este impulso de egoísmo puro, jamás me encontraría en el rol pasivo de espectador.
Como en toda manifestación creativa sumida en el amateurismo, priman los sujetos que funcionan como peajes de la expresión artística. Me explico, son aquellos que manifiestan más arte en sí mismos y en sus actitudes que en la creación en sí. Gente en un pedestal auto fabricado, esnob, con más geta que recetas. Por suerte, vienen un par de amigos que escriben cosas verdaderamente buenas y no se acercan ni a años luz de este tipo de personajes.
Espero un rato largo luego de tocar el timbre, hasta que siento ruido detrás de la puerta y una llave que entra y acciona el mecanismo. No conozco al que me recibe. Como ya asistí un par de veces a este evento conozco el lugar y me dirijo solo al lugar donde se debe estar celebrando la reunión. Entro y hago un saludo general. Son gente de dar besos y abrazos aunque no te conozcan. A mi entender, hay algunos que sienten demasiado y deberían dejarnos en paz a los que no lo hacemos. Reconozco algunas caras de los eventos anteriores pero no recuerdo ni un solo nombre. Luego de terminar el secundario me resultó innecesario volver a recordar los nombres de todos los que me cruzo en la vida. Busco con la mirada pero no encuentro a mis amigos. Esto va a ser largo.
De la cocina sale la anfitriona y me saluda. Es a la única que saludo en particular y por su nombre, Agustina. Rubia rubiecita con ayuda de la tintura, baja, tetas medium, culo large. Me calienta normal. Me pone un vaso de cerveza en la mano y a cambio le entrego un billete de cien. Me dice que es mucho, pero prefiero pagar mucho y que no me rompan las pelotas, a estar una hora, entre desconocidos, intercambiando billetes pequeños una y otra vez porque nadie quiere desprenderse de dos pesos más. Por eso y porque compro mi derecho a canilla libre sin derecho a réplica.
No quiero compartir asiento con nadie, así que agarro una silla y me siento un tanto fuera del círculo. Al lado mío, a la izquierda, sentada sobre un taburete, está una piba que conozco de las otras reuniones. Viene cargada de caderas y sonrisas. La vez anterior me miró toda la noche, pero cuando le fui a hablar me dio vuelta la cara en un gesto de suma descortesía. Creo que se llama Romina, creo. Hacia el otro lado, a la derecha, hay un sillón con tres personas, dos chicas y un pibe. El pibe en el extremo opuesto del lado en el que me encuentro yo. A las chicas no las conozco. Parecen ser compañeras de trabajo de la anfitriona por lo que escucho que mantienen como tema de conversación. El flaco tiene el pelo corto, rasgos suaves, ojos claros y la ropa muy limpia y algo gastada, del gastado de fábrica, no por uso. Luego dice que una de las chicas, Sofía, le había dicho del evento. No se conocían en persona sino a través de red social. Ahí me cierra todo, vino a ponerla. Pero no a su contacto cibernético, sino a alguna hippie chic que pudiese seducir con su aire de pibe descontracturado que va a reuniones de gente que no conoce. Buena suerte, nunca se me ocurrió. A Sofía no se la coge ni en pedo porque Sofía es una feminista de las que te queman el bocho. No es mujer, es todas las mujeres juntas, según ella entiende, y las desgracias de la humanidad sólo de basan en la horrible conducta de los hombres para con las mujeres. La caderona me contó que cayó en este vórtice de proselitismo berreta cuando el novio la dejó por otra. De lo que no se puede escapar en esta vida es de la muerte y de alguna diatriba infumable de Sofía sobre el patriarcado. La detesto normal. Sofía está sentada al lado del Carli, un tipo consumido, con algunos dientes menos, pero, detrás de mis amigos ausentes, lo mejor del lugar. El Carli parecer perseguir un fin opuesto al que persigo yo en ese tipo de situaciones. Él disfruta escuchando los textos ajenos y se sumerge en un océano de sentimientos mientras otro lee. Le gusta todo y siente demasiado, pero al Carli lo banco porque es sincero en el sentimiento. Del otro lado de la mesa ratona, en frente mío, hay un pibe que parece que el vino ya lo noqueó. O el faso. Es el que me abrió la puerta. Las compañeras de laburo de Agustina lo tratan con demasiada familiaridad, Agustina también. Deben ser todos compañeros de trabajo. Una de las chicas le dice que agarre la guitarra, que cante, que toca bien y que tiene linda voz, que dale. Por favor, no lo hagas. Siempre hay una guitarra, un boludo que sabe tocarla y un tema mega bajón de Spinetta en el repertorio que pulveriza el ánimo apenas existente. El pibe dice que no y yo tomo un trago largo para celebrar la negativa.
Agustina intenta marcar el ritmo de la reunión pero todos parecen más interesados en hacer otra cosa. Mientras la guitarra no suene puedo quedarme en silencio hasta el amanecer y llamarme contento. Caderas cede ante la insistencia y anuncia que va a comenzar a leer. Se incorpora del taburete y va a buscar algo a una pila de cuadernos que se encuentra en una esquina de la habitación. Extrae un pequeño anotador, busca algo, la anfitriona hace callar a todo el mundo y noestoysegurosisellamaRomina comienza a leer. Es un texto sobre corazones rotos, en una perspectiva de abismo insondable sobre las relaciones de pareja. Esta mina no se separa, se ultraja con sentimientos. Me deprime normal. Mientras tomo un trago miro alrededor a ver cómo  reaccionan los demás. Agustina mantiene una sonrisa a medias, de dulzura y comprensión de amiga que conoce la historia y sabe que las cosa no fue ni en pedo para tomársela así. El Carli siente a morir. Sofía tiene fuego en los ojos, el odio al género masculino le va a generar una úlcera, pobrecita. El todavía no comprobado guitarrero distribuye su atención en todas las cosas que lo rodean, excepto en quien lee. Los demás, sencillamente, están en cualquiera. TalvezRomina termina y los demás aplauden con una tibiesa que me incomoda al punto de tener que cambiar de posición en mi asiento. Agustina nos mira a todos, buscando comenzar algún debate o análisis de lo recién escuchado. Sofía espera a que alguien hable para decir que los hombres son todos unos hijos de mil putas pero nadie le da cabida. Nadie dice nada, de hecho, y el ambiente se torna un tanto incómodo por unos segundos. Al ver que nadie abre la boca, Agustina ofrece ser la siguiente lectora. Aprovecho el recambio y me voy a buscar algo para tomar. Abro la heladera y encuentro una porción de tarta de choclo que tiene una pinta bárbara. No cené y el alcohol va a hacer desastres si no ingreso urgentemente algo sólido a mi organismo. Le doy una mordida brutal a la porción que me llena la boca y me complica masticar. Trago como puedo, asombrado de mi propia bestialidad, mientras recapacito en el hecho de que dejar una mordida así es una burrada, por lo que busco un cuchillo y corto parejo. También es obvio, debería comerme toda la porción, pienso, pero si me pongo a comer todo voy a tardar mucho en volver y va a ser evidente que fui yo. Además, podría entrar alguien y pescarme in fraganti. Ya fue, rápido y a lo bruto desaparece la porción en un par de dentelladas. Bajoneo normal.
Agustina está leyendo cuando reaparezco. Me mira por sobre su hoja de papel con cierta furia, como si perderme el principio me impidiese poder comprender tan maravillosa creación. Es más, es casi el mismo texto que el anterior, la misma visión oscura del amor. No termina más. Me rompe las bolas normal. Cuando termina hay aplauso tibio y me increpa a que sea el siguiente. Se saltea la parte del análisis en busca de venganza por mi llegada tarde. Ya tengo suficiente alcohol en sangre para enfrentar el ridículo, así que no me importa. Comienzo a leer. Leo mal, en parte por el alcohol y en parte porque leo mal. Levanto la mirada en un momento en el que el texto relata una gracia del personaje, nadie ríe. Es una historia sobre un hombre que deja a su mujer para casarse con una botella de whisky. Es una boludez, pero está bien, es graciosa. Cuando termino, no soy merecedor ni del aplauso tibio. No solo no causó gracia, sino que, por el contrario, hay un rechazo generalizado hacia el texto y su creador. Agustina trata de ser amable y apaciguar, pero una de sus compañeras de trabajo me dice que le robo a Bukowski. Cuando le pregunto por qué, me responde que por hablar tanto del alcohol. No le voy a responder que quedarse con el recurso del alcohol es no comprender lo que hay detrás, lo que hace que sus textos valgan la pena. Hay cerebritos que sólo entienden sus propias metáforas. Acepto y digo que sí, porque Huxley me queda lejos y el chino de abajo me vende Bukowski con recargo por el frío. Es verdad, pero es más divertida la derrota cuando se manifiesta con altanería y sin resignación.
Comienzan a debatir entre ellos sobre creación, originalidad y no sé qué otras cosas más, porque me paro y me voy al baño. No me interesa normal. Detrás mío viene Sofía, enfurecida, que me dice que soy un cerdo machista que degrada a las mujeres en sus textos y que debería darme vergüenza y recién ahí me doy cuenta que tiene un escote fenomenal y que el hecho de mencionarlo es robarle a Bukowski. Me río fuerte y la mina estalla en cólera. Trato de darle un beso, pero retrocede asqueada, me da un empujón, me dice algo del patriarcado y se mete en el baño. Vuelvo para encontrarme al pibe ido con la guitarra en la mano, cantando un tema de Soda. Mamita, es momento de huir. Nadie quiere ir a abrirme, hasta que el Carli cede. En camino a la salida me dice que mi texto le encantó, que lo entendió y me hace un análisis pormenorizado. No lo entendió, ni en pedo, pero la culpa es mía. Saludo al Carli y antes de que se cierre la puerta, escuchó el grito de Agustina, sacada, preguntando quién se comió la tarta. Me prendo un pucho y me rio. Me divierto normal. 

Perspectivas de la realidad

Agradezco pocas cosas de la vida. No agradezco la vida en sí misma, sino que agradezco las pequeñeces que la cargan de significado. Agradezco una rica comida, reírme hasta que duela, un pucho que me saca de situaciones incómodas. Agradezco un abrazo de mis viejos, un día de lluvia en el que me puedo quedar en la cama hasta tarde, un trago en el momento justo. Pero lo que nunca dejaré de agradecer es haberme cruzado con Alejo.
Alejo es uno de mis grandes amigos. Siempre fue sujeto de mi admiración. Pesimista por experiencia, Alejo posee una perspectiva de extrema acidez en cuanto a la propia existencia refiere. He leído cientos de libros, visto cientos de películas, horas de música en mis oídos, pero no he encontrado ningún discurso parecido al que Alejo sostiene.
Para él, la vida es una mierda. Para mí también, pero eso no es lo que nos hermana sino lo que más nos diferencia. Él entiende que la vida es una mierda y sigue adelante, nada puede hacerse más que luchar desde el pequeño lugar que a cada uno le toca. Cada paso que da lo da con seguridad, sin pensarlo, y puede volver para atrás sin resignación, total, ya está resuelto que la vida es una mierda y todo es difícil y mil etcéteras del pesimismo. Y yo, en la vereda opuesta excepto en la premisa fundamental de la futilidad insufrible del día a día. Por eso lo admiro. Admiro que pueda ver las cosas de la forma en la que lo hace sin deprimirse ni rendirse y que, por el contrario, viva con una energía envidiable.
Lo que verdaderamente nos une es la capacidad que tenemos el uno sobre el otro de modificar, de forma pasiva y diferida, nuestra perspectiva de la realidad.
Los dos tenemos treinta y dos años, siendo él un mes mayor. Alejo está en pareja y tiene un hijo de un año y medio. A mí me dejó mi novia hace un mes.
Mi novia (ahora ex) me dejó por teléfono. Tres años de relación y ni siquiera el tupé de mandarme de frente a cagar. Hace un mes de esto. Hace un mes que no puedo pasar una hora completa en mi casa en estado consciente. El lugar se volvió una trampa de recuerdos. Abro un libro y me encuentro las páginas marcadas en los poemas que ella quería que yo leyera. Abro un cajón y allí hay un par de medias, o una bombacha, o una remera que dejó. Mirando tele me cruzo con alguna película que hemos discutido tantas horas. La música es mi enemiga, todo me recuerda a ella. Básicamente, cada cosa que hago es emocionalmente peligrosa.
La vida ya no me une a Alejo más que en sentimiento. Lo veo contadas veces y las visitas se espaciaron aún más desde que fue padre. Pero ahora, en este estado, es imperativo verlo.
No hizo falta más que un mensaje de texto que decía que necesitaba verlo para que él entienda todo. Un par de horas después estaba parado frente a su puerta. Cuando me abrió me dio uno de sus abrazos característicos, con fuerza y un par de palmadas en la espalda pero soltando demasiado pronto y dejándote con ganas de más. Cercano y distante al mismo tiempo, como lo quiero.
Estaba solo. Su mujer había salido y él estaba a cargo de su hijo. No podíamos hacer mucho, por lo que nos limitamos a matear y charlar. Hablamos de lo que hizo cada uno desde la última vez que nos vimos, recordamos anécdotas, nos burlamos de las noticias que la televisión nos ofrecía y, cuando fue propicio, le conté mi traspié sentimental. Como siempre, me escuchó y no opinó ni me aconsejó. Dejó que me descargara y seguimos con otro tema.
Sin poder evitarlo, nos dirigimos al tema que siempre resumía todo lo que hablábamos: la vida es una mierda. Ésta es la parte de la charla dónde no abro la boca, sólo me limito a escuchar a Alejo y deleitarme con sus soliloquios pesimistas.

—¿Sabés lo que me preocupa? Él —dijo señalando a su hijo—. Pero no el sentido en que cualquier persona entiende que un padre debe preocuparse por su hijo. Esto es algo egoísta —siguió diciendo—. Hace dos años que no duermo más que algunas horas separadas a lo largo del día. De ponerla, ni hablar. Tampoco me preocupa haber traído al mundo una pequeña bestia que lo único que sabe hacer es atentar contra su seguridad y contraer enfermedades. Nada de eso.

Se acomodó en la silla, se cebó un mate, lo bebió en un sorbo lento y prosiguió:

—Esperaba un cambio de perspectiva. Apostaba a que ésto fuese el volantazo definitivo. Cambiar el rumbo de las cosas, por lo menos la forma en la que las veo. Pero no. No pasó nada de eso.

En la tele hablaban del cuerpo muerto de un niño sirio que fue encontrado en una playa. Alejo levantó la vista y dijo:

—Playas con niños muertos. Ése es un lugar donde quiero pasar mis vacaciones.

Pero no pude siquiera concentrarme en su siempre eficaz humor negro. Había quedado congelado en lo dicho anteriormente. Aunque seguimos hablando y nos despedimos casi dos horas después, no podía despegarme de lo que había escuchado.
Llegué a mi casa y fui derecho a la ducha. Tardé mucho en salir. No podía parar de pensar en lo que Alejo había dicho. No era lo que había dicho en sí sino que había despertado en mí un sentimiento que no podía resolver.
Cuando salí de la ducha y fui al cajón a buscar un par de medias limpias, me topé con un bollito de las medias de mi ex. Las guardaba como un tesoro. Sin pensar, tomé el bollito y lo arrojé por la ventana abierta. Al minuto de haberlo hecho me llega un mensaje de texto de Alejo. El mensaje sólo dice "Capo".
Alejo, magnífico hijo de puta. Lo hiciste de nuevo.


El fumigador

Es un mediodía de miércoles como cualquier otro en la Capital Federal. La mitad exacta de la semana. Un día con menos sentimientos que un mediático. La gente anda apurada y se choca entre sí, siempre mirando sus celulares mientras caminan, cruzan las calles, comen. Hacia arriba los edificios bloquean la tan necesaria luz de sol que ayuda a combatir el frío invernal. Publicidades, hasta donde da la vista, dicen que no ser rico es una mierda. Ser pobre ni se considera. No ser rico ya es suficiente castigo. Con razón andan todos apurados.
Juan, no. No quiere ser parte de este circo. No por rebeldía sino por necesidad eligió un trabajo que le dé algo de metálico para sobrevivir y, a la vez, mantener al mínimo el contacto con otros seres humanos.
Juan es fumigador. Fumiga cocinas de restaurantes. Prefiere eso antes que estar encerrado en un cubículo de oficina, con un taladro de estrés pegado al oído, consumiendo píldoras que eviten hacerlo llegar al punto de reventarle una silla en la espalda a alguien.
El trabajo es fácil. El tóxico sobre la espalda para el exterminio de las alimañas, entrar por la puerta de atrás sin saludar a nadie, a lo sumo algún gesto de cabeza que indique su presencia en el lugar, rociar el tóxico, salir y fumarse un pucho ("puchazo", como le dice él) antes de pasar a la siguiente cocina.
Sus favoritas son las cocinas de los elegantes restaurantes de Puerto Madero. Allí, las cucarachas, ratas y demás pestes se encuetran en mayor cantidad. Le gusta ver que esas cocinas se diferencian en muy poco a las de cualquier comedero de cuarta, sólo que allí la gente paga sumas exhorbitantes por un plato de comida putrefacta e infla su ego con el hecho de demostrar que puede comer ahí. A Juan lo divierte la ironía del asunto.
Pero en este miércoles común, algo fuera de lo común le sucedió. Mientras rociaba el tóxico por la cocina se encontró con una enorme rata negra. La reacción normal hubiese sido apuntar su manguera hacia ella y bañarla en veneno, pero no. Hubo un contacto, una mirada. Los dos se quedaron fijos mirándose mutuamente a los ojos. En un movimiento, la rata se incorporó sobre sus pequeñas patas traseras e hizo algo que dejó helado a Juan.

Hola —dijo la gran rata negra.

Ey —pudo responder con torpeza Juan.

Juan miró alrededor a ver si alguién más estaba presenciando la escena. La cocina estaba desierta.

No te preocupes, no hay nadie. Hay poco moviemiento y los cocineros aprovechan esto para irse a fumar faso al cuartito de atrás —dijo la rata, en un tono de voz parecido al del fumigador.

Estoy delirando —dijo Juan mientras miraba para todos lados esperando encontrar no sabía qué cosa.

No, esto está pasando —le respondió la rata—. Quedate tranquilo que sos la primer persona con la que hablo. Te elegí a vos, no me preguntes por qué. Tal vez porque desde hace tiempo te vengo observando y veo algo extraño en tu mirada, algo distinto.

Me jodí la cabeza con estos químicos de mierda. O me volví loco. Eso, al fin sucedió. Sabía que esta mierda me iba a llegar en algún momento —dijo Juan, hablándose a sí mismo.

Puede ser un poco de esto y un poco de aquello, pero esto, esto está pasando, sin lugar a dudas. Tranquilizate.

Juan se sacó la mochila con los químicos, la dejó en el piso y se apoyó sobre el horno pizzero del lugar.

Como te decía, te vengo observando desde hace tiempo. Elegí hablar con vos porque considero que sos uno de los nuestros —dijo la rata, calmadamente.

¿Estás diciendo que soy una rata? —respondió el fumigador.

Lo estás diciendo de modo peyorativo. Me siento un poco ofendido pero no hay drama, te entiendo. Sos parte de la especie que se auto considera la más evolucionada del planeta, por lo que todas las demás son inferiores en comparación —continuó diciendo la rata negra sin perder su aire de tranquilidad—. Lo que quiero decir es que sos uno de los nuestros por tu forma de relacionarte con los demás. Buscás ir por debajo, ser invisible, asomar la cabeza a este asqueroso mundo lo mínimo e indispensable como para sobrevivir. No quiero extenderme mucho ni entrar en cuestiones filosóficas, no es el momento ni el lugar. Pero quiero que te quede en claro que te admiro, que lo tuyo es evolución.

¿Evolución? Decile eso a mi autoestima —respondió Juan.

Si, evolución. Pensalo. Nosotros sobrevivimos desde hace miles de años. Hasta nos hemos dado el lujo de eliminar la mitad de su especie en un momento de la historia —dijo la rata con orgullo—. En cambio, ustedes, perdieron el rumbo y comenzaron a creer que la comodidad y la auto indulgencia eran el camino a seguir. Pasan sus días haciendo alarde de sus logros, estirando el cuello lo más alto que pueden. Pero si estirás mucho el cuello te arriesgás a que alguien lo detecte y te corte la cabeza, y eso no me suena ni a muy inteligente ni a muy evolucionado.

Suena una puerta del fondo, la puerta del cuartito de atrás. Ambos miran en la misma dirección.

Ahí vienen los demás, me tengo que ir. Seguí así. Ni bien tengas oportunidad, intentá propagar el mensaje —dijo la rata antes de escabullirse por un pequeño hueco en la pared.

­—¿Y? ¿Qué onda? — le dice a Juan uno de los cocineros que acaba de entrar.

Todo listo, capo— respondió, como si nada extraño hubiese sucedido.

­—Joya— le dijo el cocinero, guiñándole uno de sus enrojecidos ojos, mientras de disponía a preparar un plato que luego se cobraría en dólares.

Juan agarró sus cosas y salió por la puerta de atrás, como siempre. Caminó hasta Plaza de Mayo y se sentó bajo el monumento a Belgrano, del lado de la sombra.
Se quedó allí, mirando a la gente atropellarse unos contra otros como imbéciles, siempre con sus celulares en sus manos.
Es el momento.
Puchazo.



Dedicado a JUAN. Escritor, bebedor, fumador, amigo.

Carta a los amores que se irán

No te enojes. Hacé de cuenta que te quiero y ya está. No podemos combatir lo imposible: el amor es unilateral, por lo menos en una medida mínima. Siempre hay un desbalance sentimental que postra a uno ante el otro. Tal vez de mañana, despeinada y descansada, me entiendas.
Ya sé que te canté la balada pesimista una y otra vez, pero no puedo endulzarme en un mundo diabético. Perdón. Si no se puede superar el Edipo, vivamos sin hipo.
No te enojes. Es que cuando me pongo nervioso hago chistes.
No es culpa de nadie y a la vez culpa de todo el mundo, excepto nuestra y nuestra a la vez. Vos querés un ejemplo. Yo no puedo vivir entre comillas. Puedo acercarme sin pruebas, hacer el ridículo y perder razón. También puedo buscar ganar razón a costa de un ridículo mayor. Como quieras.
Te repito, es culpa nuestra y no lo es. A la vez. Pero seguro es culpa mía. Subrayalo. Soy víctima de una tautología feroz, con mis gustos y elecciones acorde a mis pensamientos. Cuando erro es cuando descanso.
No te enojes. Es que cuando me pongo nervioso me enredo. Me quedo en los preparativos. Me olvido de atarme los cordones antes de salir a la cancha. Me tropiezo a propósito con la única piedra que hay en el camino para poder contar con la lástima que se siente por el derrotado. Desde el suelo es imposible caer.
Tal vez sea verdad que no es culpa nuestra. Una vez me hablaste del cosmos, las estrellas, los signos, la luna y no sé cuántas cosas más. Que yo soy de aire, de fuego o de acero, no lo sé con certeza, pero no vengo bien aspectado desde el parto. Tampoco me importa. Pero a vos sí y tenés muy en claro que lo nuestro está predestinado a fallar. O a triunfar. No te enojes.
Dejame que maldiga mi presente porque eso del pasado como excusa no me sale tan bien como a vos.
No te enojes. Permitime que llene todo de comas para poder parar a descansar a cada rato. Si vamos en picada hacia el desastre, que sea de la mano, disfrutando.
Las viejas recetas del amor edulcorado no me salen por alquimista novato. Eso de la suerte de principiante es un verso. Eso que harían en mi barrio es pura fanfarria estéril.
Por una puta vez, no te enojes. Dejemos el pensar a los que quieren que las cosas sean complicadas al pedo. No se puede esbozar teorías en medio de este medioevo sentimental.
Una realidad o muchas, sus tanto puntos de vista que definen la verdad ante ojos que no quieren ver. Ni hablemos del corazón. Ese boludo sólo sirve para escribir eslóganes.
Hacé como quieras que yo hago lo que puedo.
Sacame el codo de las costillas que estoy incómodo.
Te enojaste.

Aquí, en mi sillón

Aquí, en mi sillón, me revuelvo en mí mismo, me tropiezo y sigo camino. Aquí mismo, donde estoy, me pregunto qué paso. Cómo fue y por qué se me fue, se me pasó por alto. Se me fue la humanidad y la necesidad y el deseo, aquí, aquí mismo, acá, en este sillón.
Aunque me acomodo y me recuesto y doy una vuelta y otra más, veo una película y otra y dos o tres más, escucho un disco mientras fumo y escucho y fumo más, mucho más, sigo acá, en este sillón.
Es aquí donde cae la presa, feliz, angustiada, con lágrimas en la cara, un insulto en los labios, la felicidad en los ojos, el pelo atrás, siempre atrás. De cola, las medias, el contoneo, el grito, el golpe, el otro golpe y uno más, otro más, muy rico.
Son las cinco en el sillón, con la náusea, la mirada fija, la idea también, el cuerpo rígido con el futuro atrás y el pasado ahora y el presente nunca, nunca jamás, jamás. Se limpia y se cambia y se va y no vuelve más. No vuelve. No vuelve al sillón.
El sillón que recibe a las masas cansadas, excitadas, derrotadas, de almas blandas, suaves, que no saben nada, nunca nada, por siempre nunca y tal vez jamás. Y las noticias, las mal venidas noticias desde allá que me encuentran lejos del mío, del nuestro, del de todos, y me hace caer extraño en otro lado, en otro puto lado.
Es aquí donde se desmalla, revive y vuelve a embestir. Sobre los vidrios que hay en el piso, cae, aunque no brota sangre embiste y no para de embestir. La inconsciencia a flor de mente, flor de demente. Pidan ayuda, por favor. Digan que queda acá, en el sillón.
Hacia la batalla voy, aunque de la batalla vuelvo.
Es aquí donde espero.

Trescientas sesenta y cinco vergas

Quiero que un día de estos me regales
trescientas sesenta y cinco vergas.
Una para cada día,
para garcharte con una distinta y
que no se pierda la pasión.

Venosa para algún día frío,
suave para la cuchara de domingo,
gorda para reconciliarnos,
de metal para una noche de borrachera.

No quiero que te fijes en mi cara
ni que te importen mis sentimientos.
Que se note en mi mirada mientras revuelvo
las trescientas sesenta y cinco vergas que 
guardo en el cajón.

Elegí las que quieras,
vale repetir.
Tenés trescientas sesenta y cinco vergas y
un boludo que va detrás.

Quiero que venga un set viajero.
De colores para el baño de un museo,
de diseño por si andamos de compras por Palermo,
plegable y de plástico para que no me la saquen
antes de subir al avión.

Que sea porno,
que no haya amor.
Regalame trescientas sesenta y cinco vergas,
trescientas sesenta y cinco vergas para
garcharte mejor.

Kurt Cobani

Año 2015. Oficina de Tránsito.
Tras el mostrador se encuentra un hombre flaco, casi pelado, pero que intenta disimular la calvicie llevando el  poco pelo largo que le queda de un lado a otro de su cabeza. Luce sucio, cansado y derrotado. La posición en la que se sienta lo delata. Su mirada hacia la nada lo confirma.
Sobre su escritorio se encuentran pilas de papeles revueltos que parecen cumplir el fin de tapar un portaretratos con la foto de una mujer obesa mórbida recostada en una cama, desaliñada, con pocos dientes en una sonrisa para el olvido. La rodean cinco niños rubios, con cara de demonios, y dos niñas con los ojos más tristes que alguien haya podido encontrar en alguien tan joven.
Sobre la ventanilla a través de la cual atiende al público se encuentra pegada una estampita de Jesucristo, con una leyenda al pie que dice "El Señor es mi guía". 
La cola es larga. Impide que avance rápido así no trabaja tanto y, de esa forma, siente que recupera algo del magro sueldo que le pagan. 
Ya hizo esperar suficiente y la cola sólo se hace más larga. Grita "siguiente" con desgano.
Un tipo se acerca con varios papeles en sus manos. Cuando ve el rostro detrás del mostrador, se queda inmóvil, mirándolo con extrañeza.

—Te conozco de algún lado. Sí, tu cara me resulta muy conocida. ¿Vos no sos...?

El empleado abre sus ojos, lleno de emoción, pero antes de que pueda llegar a esbozar una respuesta el tipo continúa, restándole importancia a la pregunta que él mismo había hecho.

—Ah, no, disculpame. Te confundí con alguien que conocí en el Bar Mitzvah de mi sobrino. 

La ilusión en los ojos del empleado se desvanece y vuelven a mostrar la mirada vacía de siempre.
Sella los papeles del tipo y lo despide con un saludo desinteresado.
Vuelve a su posición de derrota mientras piensa que debería haberlo hecho cuando tuvo el valor, que tal vez la historia sería otra.
No puede contenerse y una lágrima se escapa, bajando por su mejilla hasta separarse de su rostro y caer sobre la tarjeta identificatoria que lleva prendida en el lado izquierdo de su pecho, en la cual se lee "COBAIN, Kurt".

Azafata chilena

Te vi por primera vez en los pasillos del aeropuerto. Vos, hermosa entre tus compañeras. Yo, sin dormir, mirando licores a precio dólar que jamás voy a poder comprar.
Estaba lejos, pero de todas formas pude adivinar tu sonrisa. Fuiste un sueño y, como ellos, te dejé ir. Seguí haciendo tiempo y más tiempo entre los perfumes a precio dólar que jamás voy a poder comprar. Nunca oleré a éxito, lo sé.
Al momento de abordar mi vuelo, lo hice desesperanzado, sabiendo que cosas buenas como vos no le suceden a cagaleches como yo. Grande fue mi sorpresa cuando, caminando por el pasillo en búsqueda de mi lugar, te vi.
Puedo decir que me agrada el acento chileno y que todo bien con lo de las Malvinas. Quiero escuchar ese acento todas las mañanas de mi vida, el acento que penetra la sonrisa con la cual me escoltaste hasta mi asiento. Quiero que me cuentes sobre las normas de seguridad. Si el avión se cae, yo te doy mi salvavidas.
Mi adorada azafata chilena, protege mis oídos del niño que llora sin cesar, sírveme dulce jugo en vez de amargo café y, por favor, pide que bajen un toque el aire acondicionado.
No todo son rosas, mi hermosa azafata chilena, pues los años pasan y los culos caen. Pero esas piernas son la aristocracia. Demuestran que la naturaleza inclinó la balanza hacia tu lado, quitándole a las demás mujeres para dártelo a vos, todo a vos. Me hacen viajar al pasado, a una época donde los hombres utilizaban piernas así para deleite personal y como boleto de entrada al prestigio.
Ya no hacemos eso. Estamos más ubicados, pero también más confundidos. Por eso, en nombre mío y de todas las generaciones pasadas, quiero pedirte disculpas para así poder soñar con esas piernas y esa voz.
Voy a pasar mis días esperándote entre los cartones de puchos a precio dólar, de esos que no puedo comprar, tampoco puedo fumar, pero seguro que, con un poco de astucia y velocidad, alguno me puedo robar.

Decálogo de la normalidad

El día que me vuelva normal llevaré paraguas los días de lluvia.
El día que me vuelva normal me acostaré a las once y media de la noche. Desayunaré café con leche con tres tostadas con mermelada, saludaré al portero y saldré a trabajar. 
Pensaré "que bello día".
Criticaré lo que todos critican y me gustará lo que a todos les gusta.Pasaré tardes enteras en el shopping, me preocuparé por el corte de moda. Mi objetivo será tener una casa y desperdiciaré todo mi dinero en ella
Me iré de vacaciones a la costa y traeré alfajores.
El día que me vuelva normal tendré un auto en el cual llevaré a mi familia a pasear. Querré una nena y un nene, un perro y una bella esposa que me espere con la comida hecha. Viviré en un barrio suburbano por su tranquilidad. Seré sonriente, con camisa a cuadros y raya al costado.
Tiraré petardos en año nuevo.
El día que me vuelva normal seré católico y de Boca Juniors.
El día que me vuelva normal invitaré a cenar los sábados a la familia que quiera mi esposa.
Me opondré a los vicios que hunden la moral y la autoestima del ser humano.
Criticaré al pobre y me sentiré feliz en mi hipocresía.

Finalmente, en el ocaso de mis días, dejaré a mi familia para consumir cocaína del pene de mi amante homosexual y, ya viejo, miraré al pasado sin nostalgia y moriré renegado, resentido y abandonado.


Junto a Nicolás Bernal, dueño del maravilloso blog brevestiemposraros.blogspot.com.ar

Asteriscos (el capítulo perdido)

Me da un beso en la mejilla, rápido. Quiere sacarse de encima el formalismo para saber en dónde carajo se está por meter. Mira sobre mi hombro hacia el living de mi pequeño departamento. No avanza hasta que le digo "adelante". Prolongo la última "e". Mucho. Que boludo.
Da tres pasos cortos, quedando apenas delante mío. No se da vuelta, me ofrece su común espalda. Es que quiere saber en dónde mierda se metió. Mira todo. Trata de reconocer el ambiente en el menor tiempo posible. Demora mucho y hace que el silencio se haga notar. Gira repentinamente y puedo ver como mira desde el techo hacia al piso y vuelve hasta detenerse en mi cara.

—Lindo —dice.

Kitsch —respondo muy boludamente, levantando los hombros y poniendo cara de "es lo que hay".

—Lindo —repite en otro tono, uno que no me gusta.

—Lindo —asiento.

No sé si no se sienta por educación o por timidez. Está parada al lado del sillón, rígida, las piernas juntas, los pies pegados, las manos cruzadas sobre la pequeña cartera que cuelga a la altura de su pubis.
Está muy linda. Se puso muy linda. Se puso muy linda para venir. No sé si es tan linda. Hay muchas expectativas en ese maquillaje. Yo, sin bañarme y a medio camino de no poder pronunciar determinadas palabras. Tengo el tiempo contado.
Seguimos en silencio, esta vez por mi culpa.

—Sentate —digo, rompiendo el silencio—. Como en tu casa —agrego.

Se sienta, por fin. Por fin

—¿Querés tomar algo?— le pregunto. 

"Decime que sí porque me corto los huevos", pienso.

—Dale —responde.

—Hay cerveza, fernet y whisky.

—Un fernet.

—Eso sí, con Pepsi, no tengo Coca.

—No hay problema.

Claro que hay problema, se te nota en los ojos. Por qué no compré Coca, sólo el Diablo sabe. De todas las cosas en las que puedo ser controversial, elijo la más estúpida de todas. Esta noche no la pongo.
No importa, a lo mío. Agarro los vasos más grandes que tengo. Son de Transformers, mejor no. No quiero dinamitar mi ínfima chance de dar, por lo menos, un mísero beso. Agarro otros. Fernet, cinco hielos, completo con coca. Espuma perfecta. Para mí, cerveza. Dudo agregar whisky. Sí, ya fue. Listo.
Vuelvo con dos vasos y una sonrisa. Coloco el que tiene fernet frente a ella. Me agradece. Me siento en el lado desocupado del sillón.
Hay algo de su cara que me distrae al punto de perderme en lo que dice. No se da cuenta que estoy en cualquiera. Bien. Habla sobre arte conceptual. Odio el arte conceptual. ¿Cómo se llamaba? Uy, estoy hasta la mega pija, voy a tener que tratarla de "che" toda la noche.
Habla. No para de hablar. Intento determinar cuándo es que respira, pero fracaso. Mientras, tomo. Ella habla. Tomo un poco. Habla. Tomo un poco más. Sigue. Termino el vaso. Ella no va siquiera por la mitad, ni del vaso ni del discurso. Intento meter un bocado, pero me resbalan un par de palabras y quedo mal. Mejor me callo. 
Siento un cosquilleo detrás de los ojos. Tengo el tiempo contado.

Delicias (vol. 2)

Estoy en la guardia de un sanatorio. Tengo la garganta destruida y hace días que estoy tosiendo, todo el puto día tosiendo. Hay dos personas para atenderse antes que yo, pero hay tres sentados. El gordo que tengo sentado en frente me mira fijo mientras respira con dificultad. Hace un silbido bastante molesto cuando inhala. En sus manos sostiene un atado de puchos con funda. Sí, una funda. Es de lo que le ponen una funda a su atado de Next, como si eso fuese a darle más clase o menos cáncer. Los otros dos parecen ser amigos. Tal vez son pareja y a uno le quedó algo atascado dentro del ano. No, hablan boludeces y se codean continuamente, son amigos.
La puta madre, como tarda el médico. Dale que no puedo más, hijo de mil putas. Estos dos que están delante mío no parecen estar mal. El gordo respira con dificultad, pero nada más. Los otros dos forros se están cagando de risa. Atendeme, por favor. ¡Atendeme que voy a toser un pulmón en cualquier momento!
Se abre la puerta. Una voz de mujer pronuncia el apellido del gordo, que demora su lindo minuto en ponerse de pie y pasar a la sala. La voz tenía un acento extraño. Para mi sorpresa, el gordo sale rápido, con las manos llenas de algo. Esta vez miro a ver si veo a la médica. Nada, sólo su sombra contra la puerta. Pronuncia otro apellido con ese acento particular y pasa uno de los pibes nabos. Ese sí que entró y salió rápido. Salió muy serio, al punto que cuando su amigo le preguntó qué le pasaba, él sólo siguió caminando con las manos en los bolsillos. Un boludo serio. Hasta yo puedo darle un diagnóstico: ser muy boludo.
Es el momento. Es mi momento. Escucho mi apellido y me paro como si hubiese estado sentado sobre un resorte. Cuando entro la veo y la tos se corta por unos segundos. Rubia, ojos celestes transparentes, metro ochenta, curvas perfectas, guardapolvo entallado. Alemana. Oh.
Me siento sobre la camilla y empiezo a contarle sobre mis síntomas. Estoy sentado como un niño de cinco años que ve por primera vez algo realmente bello y lo comprende. Ella se acerca con la madera en la mano y yo automáticamente abro la boca y hago "aaaaaaaaaaaaaaaaa". Empuja mi lengua para abajo con la madera y acerca su cara para ver bien mi garganta. Sube la cara y mete su lengua en mi boca. No saca la madera. Recorre mi paladar y la parte trasera de mis dientes, sigue por la parte superior de los dientes de abajo y, mientras saca la madera, pasa la punta de su lengua por el medio de la mía. Amago a cerrar la boca pero ella me agarra la cara y la mantiene abierta. Sigue trabajando con su lengua mientras me manosea la entrepierna por sobre el pantalón. Saca su lengua de mi boca y en el mismo movimiento saca mi pija al aire. Empieza despacio, mucha lengua, pericia médica para una chupada. Una chupada gloriosa. Agarra los huevos y empieza a jugar, pero nunca se distrae de la pija. No sé qué botón presiona, pero empiezo a ver estrellas tras mis ojos y tras un temblequeo en mis piernas ella retira la boca, dejando que todo se descargue sobre su cara. Usa lentes. Astuta. Se seca con unas recetas que arranca del block. Me sonríe y se pierde tras una cortina blanca.
Estoy sentado como un niño de trece años que nunca dio un beso pero le acaban de chupar la pija como nunca se la van a chupar en la vida y lo comprende. Vuelve. "Poné las manos" me dice, y cuando lo hago me las llena de pastillas verdes, amarillas, rosas y naranjas. "Tomá una de cada color, bajalas con vino". Ni pregunto qué son, pero si hay algo seguro en este mundo es que le voy a hacer caso.
Me cuesta ordenar en mi cabeza qué es lo que acaba de pasar, pero, por lo menos, ya no tengo tos. Y ahora que lo pienso, el gordo salió respirando bien y el pibe nabo... un momento.
Oh.

Los cambios

Las casas son siempre iguales, no importa si las paredes se pintan de varios colores, se les cuelgan cosas, o se quedan peladas, lisas. Los muebles se mueven y ubican en nuevos lugares, pero siguen siendo los muebles de siempre sin importar la funda, los colchones o los adornos que se les adhieran. De las miles de combinaciones posibles que se pueden presentar entre las cuatro paredes surge la misma esencia, una y otra y otra vez.
En mi caso, he intentado todo para cambiar mi pequeño habitáculo, pero he fallado cada vez que lo he intentado, obteniendo siempre el mismo resultado: el mismo lugar, las mismas cosas. He traído cosas nuevas, pero el efecto novedoso no se extiende en el tiempo y, como si se tratase de un organismo vivo, el espacio lo asimila y lo moldea hasta que termina por no resaltar y pasa a ser compañero de todo lo que allí se encontraba previamente.
Después de mucho tiempo me percaté de que lo único pasible de verdadera mutación era yo. Los cambios materiales siempre iguales respondían a cambios internos siempre distintos. Y lo sorprendente es que, pese a todos los cambios internos y externos, el lugar que habito se ha encontrado deshabitado en una gran parte de su superficie. Considerando que es un lugar pequeño, uno puede pensar cómo es que hay una parte deshabitada de una casa plenamente ocupada. Para resolver esto me dediqué a buscar aquellos lugares que siempre habían sido de tránsito, o aquellos que sólo eran un espacio que mediaba entre dos muebles, o un rincón al lado de la mesa a la cual había pasado tanto tiempo sentado.
Entonces comencé a ocupar esos espacios, espacios a veces pequeños, que obligaban a desplazar algún mueble para que mi cuerpo cupiese, pero siempre buscando alterar lo mínimo posible la disposición de original de las cosas. Así, lentamente, fui descubriendo nuevos espacios y el pequeño lugar se fue volviendo más y más grande. Los rincones olvidados se volvieron lugares de lectura, los marcos de las puertas un buen lugar para comer algo al paso, los callejones entre muebles un buen lugar para dibujar y así.
Las cosas siguen siendo las mismas, ya no las cambio ni de lugar ni de formato, no adhiero nada nuevo, sólo dejo que me guíen cuando yo cambio por dentro y necesito otra perspectiva para poder volver a quererlas como había olvidado hacerlo.

Los fantasmas del pasado

Cuando estoy solo me acuerdo de ella. Esto no sería un problema salvo por el hecho de que me encuentro solo la mayor parte del día y el último tiempo con mucho tiempo libre entre manos. Peor, porque la cabeza no para un segundo y vuelve una y otra vez al pasado. Lo malo del pasado es que tiende a volverse ideal y, cuando la recuerdo, sólo puedo recordar lo bueno. Algún optimista dirá que eso está bien, es algo sano, tal  vez, pero recordar sólo lo bueno tiene una trampa: hace que tu presente tenga un poco menos de sentido, porque, si sólo hubo bondad y cariño, entonces, ¿por qué me siento tan solo y triste?¿Por qué no estoy con ella?
Cuando estoy rodeado de gente tiendo a sentirme más solo, aún más que cuando estoy solo de verdad. Si la gente me cae mal, es peor. Por esto, trabajar se está volviendo un castigo. Estar encerrado todos los días con el resentimiento ajeno es terrible. Suficiente con la depresión propia. Así que cuando no estoy trabajando, estoy durmiendo, y cuando no hago ninguna de las dos cosas, salgo. Salgo fuerte, a beber pesado. Muchas veces lo hago solo y vuelvo a casa de día, aniquilado, arrastrando los pies, peleando contra mis demonios y dejándome ganar.
En medio de este torbellino de auto destrucción me encontré con alguien que no veía hace mucho tiempo y, en este caso, los recuerdos que me atan a esta persona son malos, en su mayoría, con algunos buenos pero siempre al borde de la tragedia cómica.
La falta de contacto con el mundo (o el contacto con sus peores representantes) y el constante encierro mental me volvieron un ser huraño y desinteresado. Tal vez por eso pude quedarme hablando con ella. Sí, una mujer. Siempre que estoy desequilibrado alguien viene a patearme la balanza. Había mucho humo, poca luz, y yo estaba tomando desde hacía mucho tiempo, pero me dedicó una sonrisa y un saludo cariñoso y así pude quedarme.
Repito, lo malo del pasado es la idealización de lo bueno, y debido a que a esta persona me ataba un pasado de malas experiencias, pensé que iba a terminar en algún quilombo agradable en algún punto de la noche.
Lo mejor que puede suceder con el pasado es que uno se haga amigo. Esto fue lo que sucedió después de un par de cervezas y una charla bastante interesante. Acordamos que las malas experiencias que nos vinculaban también podían ser vistas con humor. Me contó que tenía una vida difícil, así que le ofrecí mis reservas de humor y alegría. De repente, el presente se hizo un poco más agradable.
La gente transpira sus problemas y estos se hacen evidentes sin importar la fuerza que la persona haga para ocultarlos. Yo transpiraba pasado, ella estaba sumergida en el presente. Por eso me dijo de irnos juntos y por eso yo respondí que sí. Caminamos por las calles desiertas de la madrugada. Paramos en un kiosco a comprar forros y puchos. Ella pagó todo. Fumamos un pucho, ella con la caja de preservativos en la mano, riéndonos cada vez que la mirábamos. Decidimos no hacer nada.
Nos despedimos en una esquina, con un beso en la mejilla y una sonrisa. No quedamos en volvernos a ver. Sabíamos que los dos eramos parte del pasado, y el pasado debe quedarse en su lugar.


404

Debo escribir más,
tres hojas
mínimo.

Debo leer
clásicos.
Los de siempre.

Debo hacerle caso
a la métrica.

¿Qué mierda es
la métrica?

Debo comprender los
errores,
el error de
deber.

Esto está
mal,
debería estar
bien.

Hacele caso a
tus padres.
Hacele caso a
tu psicólogo.
Hacele caso a
tu signo, tus estrellas.

¿Qué mierda es
la métrica?

La poesía murió,
queda esto.
Leelo en voz alta,
delante de mucha
gente.
Te van a aplaudir.

Un verdadero macho

Tengo la boca reseca. Tengo el corazón en llamas. Una piba se mueve arrastrada por algún varón. Él tira de su brazo y ella ofrece un poco de resistencia, pero muy poca. Él la acomoda como quiere y ella cede. Él ríe, mira a un amigo y ríe. Fuma y ríe. Ella sonríe tímidamente, tal vez con temor.

—No deberías dejarte tratar así— le digo.

—¡Salí, desubicado!— grita ella.

Su muchacho se me viene encima. Fuma y cree ser genial. Yo toso un poco porque ya fumé y no es genial.
Viene con un aire de verdadero macho. Estoy demasiado rendido para llevar adelante una situación así. Lo convenzo con algunas palabras, las de la experiencia.
Adentro hay humo y se dificulta respirar, pero aspiro, aspiro y aspiro. Bailo de frente a un láser que me vuelve loco.
Tengo la boca reseca. Tengo el corazón chamuscado.
Cosas de todos los días.
¿Y en dónde estás vos?

El universo

¿Cómo se puede sobrellevar la vida con tranquilidad y simpleza, si Dios nos dio vida sólo a nosotros en todo el universo? Las ideas poseen la capacidad de transformar su inmaterialidad en algo que puede percibirse físicamente pesado, ya sea la mente que la reciba compleja o simple. Tal vez haya que elegir cualquiera sea el camino que se nos plantea. Parece haber sólo dos: uno de falsedad y otro de desolación. Cualquiera sea el que se elija implica una carga. En ambos se puede mirar a las estrellas y bajar la vista al camino de vez en cuando.
Estar solos en el universo sería mucho más fácil si no hubiésemos encontrado la fórmula para aislarnos de los demás y de nosotros mismos. Inevitable, ya que estar solos en la vastedad cósmica es una idea, y desde ese corte, recortamos más para adentro.
Si usted encuentra que este texto lo perturba, le molesta o le genera algún tipo de incomodidad, entonces usted ha tomado un camino. Si alguna vez se siente cansado de pensar, recuerde que está solo en el universo, solo dentro de un planeta lleno de gente. Y eso no es poco.

La grave gravedad

La gravedad
nos encuentra graves.
Podríamos flotar,
entonces,
con los pies en la tierra,
lloramos.